miércoles, 9 de diciembre de 2009

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BOOM

Vuelve a retumbar penetrante, dándome puñetazos desde dentro del pecho, mi corazón me intenta decir que, aunque no quiera, sigo vivo.

Que sigo padeciendo, más que sintiendo; llorando más que riendo; y viviendo con antipatía el vomitivo mundo que me rodea.

Las tristezas son perennes, pero las suturas perduran. De vez en cuando, algún imbécil, hurgará con su navaja cochambrosa y oxidada en aquellos hilos sobre los que ya cicatrizó carne. Algún desalmado echará sal y veneno para que escueza, supure y no sane.

Siempre habrá alguien dispuesto a joder todo lo que amas, todo lo que quieres y todo por lo que luches.

A veces, incluso, sin darse cuenta, sin que medie alevosía; pero ensañándose porfiriosamente con toda su ánima.

Escribir se convierte en la manera que tenemos los insensibles de vomitar sentimientos, de darnos patadas en la cabeza a nosotros mismos, de obligarnos a llorar, de suicidarnos en negro sobre blanco, en definitiva, de sentir.

Esgrimir la pluma es, en consecuencia, más que un arte, para algunos, una necesidad. Pero el sentimiento no es nada sin la técnica, y la técnica no es nada sin el sentimiento.

Dejar caer pintura sobre un lienzo o serpentear con un lápiz un esbozo torpemente sobre un papel me dan la misma lástima que el que deja despeñar de su cerebro un montón de palabras y las agrupa en frases insustanciales, sentidas, pero fuera de toda estructura.

El sentimiento es inútil y efímero. Por eso, la poesía, es el arte de lo baladí, de la fútil, de lo nimio, de lo trivial, en definitiva, de lo insignificante.