sábado, 5 de junio de 2010

84

... y allí estaba yo, casi a las 6 de la madrugada golpeando el saco. Uno tras otro, envite tras envite, él seguía allí inerte. De vez en cuando mecido con un vaivén cuasi hipnótico.

Los ensayados movimientos de cadera, la mirada fija, la mente en blanco y los puños silbando. Bailo a su al rededor. Y ahora mismo nada más importa.

Finto, me muevo a un lado y golpeo a la zona de las costillas. Me muevo y doy un golpe alto. Combinaciones estudiadas, alante, atrás, un gancho...

Mi respiración es lo único que retumba en toda la nave. El sudor se va despeñando por mi cara, metiéndose en mis ojos.

Pero sigo golpeando, una y otra vez. En contra de todo lo aprendido desprendo ira, vesanía, furia, cólera y enojo. Golpeo con toda la fuerza que me deja mi cuerpo ya extasiado, pero el cansancio puede con cualquiera. De repente de desplomo. Caigo al suelo, con los pies desnudos y comienzo a llorar. No sé muy bien porqué, pero lo hago profusamente. Aún me quedo un rato más desahogándome tendido en el suelo. Todo esto se hubiere podido evitar, tan solo con un abrazo de la persona debida.

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